2024/04/22 – Pedro José Zepeda
Acabo de terminar “Los Budenbrook” (Lübeck, hoy Alemania, 1901) de Thomas Mann (1875-1955).
Confieso que había venido posponiendo esta lectura por miedo a afrontar las consecuencias que podría tener para mi adentrarme una vez más en los profundos y complejos abismos en los que navega Thomas Mann. Sin embargo, cuando a principios de enero mi amigo Miguel me envió la crónica de esta novela que publicaría en El Universal no me pude resistir más.
Y es que, después del agudísimo, intensísimo duelo verbal entre Naphta y Settembrini en “La montaña mágica” –sin duda, uno de los libros que más quiero–, que, en mi opinión, sintetiza el “estado del arte” del pensamiento europeo inmediatamente antes, durante y después de la primera Guerra Mundial (le tomó a Mann 12 años construir esa imponente catedral); y luego de la extraña, desoladora, sutil mirada a la belleza que propone en “Muerte en Venecia” (que Visconti magistralmente asoció para siempre con el esplendoroso adagietto de la Quinta de Mahler), había sentido yo la necesidad de respirar profundo antes de volver a acercarme a este brillante escritor alemán.
Confieso que nunca he entendido por qué, aunque el premio Nobel de literatura generalmente es otorgado por la obra de toda una vida a quien resulta galardonado; y que Mann ya había escrito en 1929 cuando lo recibió las ya mencionadas “Muerte en Venecia” (1912) y “La montaña mágica” (1924); en el acto de premiación únicamente se mencionó, de manera expresa, “Los Buddenbrook”. Algunos dicen que ello se debe a que fue la obra que, en 1901, lo catapultó a la fama cuando apenas tenía 25 años. Pero bueno, pasando la página, resalto que en la larga vida de Thomas Mann, la mata siguió dando frutos de la magnitud de: “Carlota en Weimar (1939), la tetralogía de “José y sus hermanos (1933-1942), “Doctor Faustus” (1947) y, un año antes de su muerte, “Confesiones del estafador Félix Krull” (1954).
Defensor de la República de Weimar, se ve obligado a emigrar a Suiza cuando asciende el nazismo y en 1938 a Estados Unidos, donde adquiere la ciudadanía en 1944, aunque, citando a mi amigo Miguel “en 1952, incomodado por el clima macartista en los Estados Unidos, decidió instalarse definitivamente en Suiza, donde finalmente terminó su vida”.
Los Buddenbrooks narra con maestría y elegancia, pero también con un gran sentido del humor, el devenir a lo largo de tres generaciones de una acomodada y prestigiada familia de comerciantes en una ciudad hanseática de la costa del Mar Báltico, durante un período de más de cuarenta años: de 1835, cuando aún se recordaban en las reuniones familiares las guerras napoleónicas a 1877, antes de la fundación del imperio alemán. Dicha ciudad, cuyo nombre nunca se menciona pero que todo mundo supo y sabe, reconoce y asocia con la ciudad natal del Mann (Lübeck), al punto de haberle generado en vida intensas filias y fobias entre personas reales, ciudadanos connotados de la ciudad, a la publicación de su novela.
Ha sido ampliamente reconocida la capacidad de Mann para crear personajes multidimensionales, complejos y contradictorios, no sólo los protagonistas, Thomas y Antonie, la inefable Toni, sino también muchos de los secundarios, como las dos consulesas (la segunda de las cuales termina siendo senadora); o el rebelde, disoluto y conflictivo, aunque también, hipocondriaco y, finalmente, siempre acomodaticio Christian, hermano de Tom y Toni; y Hanno, el final de la estirpe, aunque también potencialmente una semilla, tal vez todavía no completamente lista, pero posible portadora de un futuro diferente para los Buddenbrook. También sus dotes excepcionales para describir todo tipo de escenarios, climas y las relaciones entre los seres humanos.
Por ello, yo sólo quiero apuntar, en clave Thomas Mann, que lo que la hace mágica, para mí, es el magistral manejo narrativo de la tensión entre, por una parte, cómo una familia se ve a sí misma, se proyecta, se produce y reproduce hacia afuera a lo largo del tiempo, no sólo en términos económicos y políticos, sino sobre todo culturales y de valores; y, por otra los cambios en la cosmovisión de toda una sociedad, que es el entorno, el nicho, en el que desarrolla la vida cotidiana de los Buddenbrook.
O, dicho en otras palabras, ante los turbulentos cambios en la cosmovisión del mundo de finales del siglo XIX, el anquilosado y rígido conjunto de opiniones y creencias que conforman la imagen que tienen los Buddenbrook de sí mismos, a partir de la cual interpretan su propia naturaleza y la de todo lo existente, incapaces de recrearse, finalmente se agotan y se rinden ante un mundo que ya no entienden.
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